LA VERDADERA MUERTE DE UN PRESIDENTE
SALVADOR ALLENDE
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en le refugio de un presidente sin poder. Resistió durante seis horas, con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás. El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró llegar al segundo piso, con su ayudante, el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata, y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía bien al general Palacios. Pocos días antes, le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: "Traidor" y lo hirió en una mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego, todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último, un suboficial le destrozó la cara con la culata del fusil. La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que los había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en nuestras vidas para siempre.
Gabriel García Márquez, 2003
Allende. Confieso que he vivido.
Por Pablo Neruda
Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo.
De los desiertos del salitre, de las minas submarinas del carbón , de las alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajos inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un hombre llamado Salvador Allende, para que realizara reformas y medidas de justicia inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las garras extranjeras.
Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados. Unos u otros daban vueltas en el carrusel del despecho. Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de Patria y Libertad, dispuestos a romperles la cabeza y el alma a cuanto existe, con tal de recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile.
Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores y mediocres. Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende. Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se hace llamar aristocracia. Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.
Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En ambos casos la oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos los militares hicieron jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un gobernante que consultaba todas sus medidas. Fue el antidictador, el demócrata principista hasta en los menores detalles. Le tocó un país que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabía de qué se trataba. Allende era dirigente colectivo; un hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y razones, la obra de que realizó en tan corto tiempo es superior a la de Balmaceda; más aun, es la más importante en la historia de Chile. Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos objetivos más se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva.
Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación. El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del Palacio de Gobierno; uno evoca la Blitz Krieg de la aviación nazi contra indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres dias de los hechos incalificables que llevaron a la muerte de mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadaver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras de visible suicidio. La versión que ha sido publicada en el extranjero es diferente. A reglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques , muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el Presidente de la República de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su corazón , envuelto en humo y llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las metralletas de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.
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